Algunos expertos se refieren al fenómeno de la
música pegadiza como producto de la actividad de "earworms", o
gusanos de oreja. La imagen de parásitos haciendo su nido en nuestro cerebro y
dejando allí sus huevos resulta bastante desagradable, pero por fortuna solo se
trata de una metáfora. La idea es que la música entra a nuestro sistema
nervioso a través de los oídos y una vez allí modifica el modo en el que
nuestras neuronas se comunican entre sí creando una dinámica similar a un
bucle.
De este modo, basta con que en un momento
puntual un estímulo externo entre en nuestro cerebro (en este caso, una
melodía) para que sus efectos se perpetúen a lo largo del tiempo, dejando tras
de sí un rastro claro: nuestra propensión a reproducir una y otra vez ese
estímulo, convertido en un recuerdo.
Ocurre, claro, con muchas melodías sencillas y
pegadizas, pero incluso los frutos del mayor virtuosismo técnico y las piezas
musicales más complejas son capaces de hacer que estemos pensando en ellas todo
el rato. Simplemente, hay melodías que quedan prácticamente tatuadas en nuestro
cerebro.